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Después del voto

Ya hemos hablado del 2024 como un año récord de elecciones en América Latina y otras regiones del mundo. En efecto, el año pasado fue un verdadero “super año electoral” que prometió ser una oportunidad para renovar liderazgos, corregir rumbos y fortalecer las democracias. Aunque quizás se ha quedado en lo “electoral” y no en “super democrático”. Al cierre de este ciclo, la pregunta inevitable es: ¿de qué democracia hablamos cuando las urnas se llenan pero la ciudadanía sigue vacía de poder?

En muchas partes, las elecciones llegaron cargadas de tensión. La participación fue alta en algunos casos, pero el entusiasmo ciudadano se encontró con techos bajos: ya sea los límites legales, los contextos autoritarios, persecución, sistemas judiciales politizados o simples mecanismos diseñados para mantener el status quo. ¿Fueron suficientes los estándares y garantías electorales con los que enfrentamos este super año? ¿Hasta qué punto podemos hablar de procesos electorales libres cuando existen inhabilitaciones arbitrarias, cooptación institucional y represión directa contra quienes se atreven a disputar el poder?

En el contexto actual de América Latina, el derecho a elegir se enfrenta a una serie de amenazas estructurales que comprometen la integridad de los procesos democráticos. La instrumentalización del voto por parte de regímenes autocráticos, la represión contra activistas y organizaciones de la sociedad civil, así como el cierre del espacio cívico, han debilitado profundamente la confianza ciudadana en los mecanismos electorales. A esto se suma la creciente desinformación, la polarización política y la exclusión sistemática de grupos vulnerables —como mujeres, migrantes, población LGTB+ e indígenas— que enfrentan barreras para ejercer plenamente sus derechos políticos.

¿Puede el sólo ejercicio del sufragio ser interpretado como garantía de democracia? ¿Qué significa votar cuando se persigue a quienes defienden derechos, se criminaliza la protesta y se ahoga a las organizaciones sociales? ¿Qué queda del voto cuando se convierte en una herramienta de legitimación para quienes ya no rinden cuentas a la ciudadanía?

En este escenario, no es extraño que muchos procesos electorales reciban críticas al  compararlos con rituales de poder y no como  ejercicios de autodeterminación de los pueblos. El peligro del culto a las elecciones como evento único, finito y delimitado, es que hace que la democracia se vea reducida a un acontecimiento periódico, vacío de deliberación, participación real o alternativas diversas. ¿Cómo se transforma el acto de votar cuando los liderazgos políticos se basan en el populismo como oferta de campaña, cuando las voces independientes se enfrentan a campañas de odio o cuando la información verificada es ahogada por un mar de desinformación?

El auge del populismo en la región tampoco puede leerse de forma aislada. En muchos países, liderazgos con discursos anti política y apelaciones emocionales han capitalizado el desencanto hacia soluciones autoritarias. Pero ¿es el populismo un síntoma o una causa del debilitamiento democrático? ¿Cómo diferenciar entre una respuesta popular legítima al abandono estatal y un proceso sistemático de erosión institucional bajo el disfraz de lo popular, y de lo democrático?

Tampoco podemos dejar de lado la dimensión técnica de las elecciones. Las discusiones sobre sistemas de votación manuales versus automatizados siguen cobrando fuerza, pero ¿realmente el problema es el uso de tecnología para votar? Quizás resultaría más provechoso preguntarse ¿el sistema, sea manual o automatizado, garantiza el control ciudadano, la transparencia y la auditabilidad del proceso?

Y en medio de esta tormenta de desconfianza, desafección y manipulación, emerge una figura que parece estar en disputa: el militante político, que tiene un papel determinante en partidos políticos donde el populismo domina y la ideología se vacía. ¿Cuál es su rol en el nuevo contexto global? ¿Es aún el motor de los partidos o ha pasado a ser una pieza incómoda para estructuras más verticales? ¿Puede reinventarse como agente de cambio, constructor de comunidad, defensor de principios democráticos más allá de las lealtades partidistas?

El balance, sin que sea sorpresa, deja más preguntas que respuestas. Pero quizás ahí reside su verdadero valor: en recordarnos que la democracia no se reduce al conteo de votos, sino que exige reflexión, reinvención, dinamismo, adaptación, debate, inclusión, garantías y sobre todo, participación con sentido y sostenida. La gran pregunta ahora es si los sistemas políticos están dispuestos a escuchar esa exigencia o seguirán apostando por formas sin fondo, elecciones sin alternativa y democracia sin pueblo.

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