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El desafío de proteger los derechos humanos en tiempos de turbulencia y cambio

Vivimos un momento de encrucijada. Las instituciones que durante décadas sostuvieron la arquitectura internacional de derechos humanos enfrentan una crisis sin precedentes. No se trata únicamente de limitaciones estructurales o carencias operativas. Lo que está en juego es algo más profundo: la relevancia misma de estos mecanismos en un mundo donde el autoritarismo avanza, los conflictos se intensifican, y la cooperación internacional se debilita.

Durante años, los mecanismos internacionales de protección ofrecieron un refugio para millones. Para quienes no encontraban justicia en sus propios países, estos foros representaban una posibilidad: de ser escuchados, de exigir reparación, de decir la verdad. Fueron espacios fundamentales para la acción de la sociedad civil y para la defensa de la democracia en contextos represivos. Hoy, ese andamiaje muestra signos alarmantes de fractura.

La reducción de presupuestos, la paralización de la ayuda internacional y el desinterés de algunos Estados marcan un antes y un después. Pero este debilitamiento no es solo técnico o financiero: es político. Estamos presenciando una narrativa de deslegitimación, un retroceso que busca erosionar décadas de avances en materia de derechos humanos. En ese contexto, defender lo logrado y pensar lo que viene no es una opción: es una urgencia.

Y no se trata solo de proteger instituciones. Se trata de proteger personas. Detrás de cada informe, cada resolución, cada caso admitido o medida cautelar, hay vidas que dependen de que estos mecanismos funcionen. Hay activistas que necesitan respaldo, comunidades que necesitan atención internacional, causas que necesitan eco.

La pregunta es: ¿cómo respondemos? ¿Cómo actuamos frente a la amenaza de que estos mecanismos se vuelvan irrelevantes, obsoletos o, peor aún, funcionales a agendas regresivas?

Responder exige imaginación política, pero también responsabilidad colectiva. No basta con resistir. Hay que repensar. Y para eso necesitamos espacios de reflexión profunda que nos permitan ver con claridad el tamaño del desafío. Necesitamos analizar qué aspectos del sistema internacional de protección deben ser defendidos a toda costa, y cuáles deben evolucionar para responder a las exigencias de este tiempo.

También necesitamos hablar con honestidad sobre las brechas internas. Sobre las dificultades reales que enfrentan quienes buscan acceso a la justicia internacional. Sobre la distancia, a veces dolorosa, entre las promesas normativas y la práctica. Sobre el sentimiento de abandono que experimentan muchas organizaciones en terreno. Sobre lo que podemos hacer, desde donde estamos, para cerrar esas brechas.

Porque si bien la situación es grave, no estamos solos. Hay voces que siguen alertas. Hay movimientos que no se rinden. Hay una comunidad —de personas, organizaciones, ideas— que sigue creyendo que los derechos humanos no son una utopía, sino una base mínima de convivencia. Que sigue apostando por la justicia, incluso en medio del colapso.

Esa comunidad tiene una tarea: imaginar nuevas rutas. No desde la nostalgia, sino desde la convicción de que otro futuro es posible. Uno donde los mecanismos internacionales no sean apenas vestigios de un orden en crisis, sino herramientas vivas, útiles, adaptadas. Uno donde las organizaciones de la sociedad civil no solo sobrevivan, sino que marquen el rumbo. Uno donde la cooperación internacional no sea un favor, sino una responsabilidad compartida.

Para lograrlo, debemos preguntarnos cómo reconstruir legitimidad desde la cercanía, desde la pedagogía, desde la escucha activa. Cómo volver a hablarle a las mayorías y no solo a las élites. Cómo disputar el lenguaje de los derechos humanos en un tiempo donde incluso nuestros adversarios lo reclaman desde visiones excluyentes. Y cómo activar una diplomacia ciudadana que incida, que vigile, que proponga. Porque tal vez el multilateralismo que conocimos ya no vuelva. Pero eso no significa renunciar a la cooperación, sino reinventarla desde otros actores, con otras reglas, y con nuevas formas de legitimidad.

Este desafío se agudiza en un contexto donde el autoritarismo ya no se oculta, sino que se normaliza, muchas veces usando el propio lenguaje de la legalidad para justificar exclusión, violencia o concentración de poder. La democracia pierde terreno no solo por la fuerza de sus adversarios, sino por el desgaste de sus propias promesas incumplidas. Y cuando la democracia se debilita, los derechos humanos se vuelven el primer blanco. No es casual que los ataques a los sistemas de protección vengan de quienes concentran poder y desprecian el disenso. La erosión democrática es inseparable de la fragilización de los mecanismos que protegen a quienes se atreven a resistir.

Como dijo una colega: pocas cosas son más difíciles que pensar el futuro. Pero tal vez esa sea justamente nuestra tarea. Volver a hacer de los derechos humanos una causa compartida. Y desde ahí, imaginar un nuevo multilateralismo: uno que no dependa solo de Estados ni de fondos, sino de vínculos, compromisos, afectos y valores. Un multilateralismo que, como el cambio climático, nos interpela a todas y todos, sin excepción.

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